viernes, 1 de julio de 2011

“La alternativa libertaria es vivir la utopía”

Por Rafael Cid
(A los acampados insumisos, los activistas del 15-M y las gentes de Democracia Real YA, que han tomado las calles y despertado conciencias).(*) 
En realidad de lo que va a tratar esta reflexión es de la revolución, de la revolución sin adjetivos, de la verdadera revolución, no de esos golpes de Estado teóricamente “revolucionarios” que sólo trasponen al inquilino o el casero y las formas (externas) del sistema, y dejan todo lo demás intacto.


Hablaré, es mi intención, de la revolución transformadora, inclusiva, sostenible, pacífica, popular y profundamente democrática que modifica las estructuras materiales, mentales y morales para dejar en manos de hombres y mujeres la autogestión integral de sus propias vidas. Sin Dios ni Amo, es decir, sin recompensas en el más allá ni resignación en el muy acá: hablo de la Alternativa Libertaria que significa Vivir la Utopía.
O sea, de una revolución constructiva, que no emplea más dinamita que la “dinamita cerebral”, porque exige previamente un radical cambio de conciencia hasta “llevar un mundo nuevo en nuestros corazones”. De una revolución que en sí misma es evolución y de una evolución que a su vez es revolucionaria, sin solución de continuidad.
Les invito, pues, a ese viaje a Ítaca que al menos una vez en la vida toda persona debe intentar realizar para legar algo positivo a los que le sucedan, testimoniar a quienes le precedieron en dignidad y dejar el planeta mejor de como lo encontró.
Capitalismo de Estado y Socialismo de Estado, las dos ideologías dominantes (y en su momento casi hegemónicas), que prometían un mundo mejor, han demostrado ser distopias, que es la manera un poco cursi y académica de calificar a esas funestas realidades, ajenas a cualquier proyecto realmente civilizatorio, -más allá del mecánico y desigual progreso material depredador con que se justifica la barbarie dominante- que se han impuesto como lo realmente existente, conformando bajo ese patrón una suerte de pensamiento único que supone en la práctica una invisible y alienante camisa de fuerza.
De ahí que ambos modelos -de dominación y explotación- hayan terminado confluyendo –lo que mal empieza suele acabar peor porque se retroalimenta- en una síntesis espuria, combinando lo peor del capitalismo y lo siniestro de la dictadura, en contra de los presupuestos y escaramuzas teóricas que predicaban, por ejemplo, en ese Estado Ballena totalitario y ultra-capitalista que es la China comunista actual.
Y aunque el problema viene de lejos, inflama a finales del pasado siglo XX con sendas crisis que implosionan en los centros neurálgicos de las dos superpotencias dominantes desde la Segunda Guerra Mundial. En el periodo 1989-1990 el Bloque del Este, como por arte de magia, es el primero en suicidarse, y entre 2008 y 2011 el Bloque del Oeste inicia su caída en plomada, proyectando así el ocaso –que no el fin- del sistema productivo y estatal hegemónico. Ocaso y no óbito, porque aunque la fórmula ha quedado deslegitimada y desenmascarada socialmente, aún intenta recobrarse vampirizando a la ciudadanía en un suerte de respiración asistida, cuya duración dependerá de hasta qué punto la víctima (nosotros) tolere la manumisión.
De esta forma, y grosso modo, podríamos aventurar que en el siglo XXI lo único que queda como proyecto realmente civilizatorio y humanista es la Alternativa Libertaria, ninguneada hasta ahora como una fantasía infantil, precisamente por los que hoy con toda rotundidad y alevosía protagonizan el holocausto social en marcha.
Pero esta Alternativa Libertaria no va a tener las cosas fáciles. Debe enfrentarse con una tradición pervertida que ha hecho de lo artificial y hostil lo real, y viceversa, de lo natural y humanista lo virtual. Sobre todo colonizándonos mediante una neo-lengua que interpreta y codifica lo sencillo como irreal, y lo que por el contrario sólo es una prótesis histórica –y por tanto contingente- como normal y racional. De ahí que los valores de la Alternativa Libertaria vengan catalogados con términos que en el imaginario popular suele asociarse a algo negativo e imposible, como utopía (no lugar), anarquía (no gobierno), decrecimiento (no crecimiento), abstención (no participación).
La eficaz y contundente babelización que practica el sistema, al drenar los mensajes positivos para dominarnos (la palabra neo-liberalismo, por ejemplo, pervertida de su noble raíz liberal) nos ha dejado el “no” residual como divisa contestaría y antisistema. Una limitación coherente, ya que de hecho toda ruptura comienza por una negación que afirma la dignidad del resistente. Por eso decimos que la primera y más profunda revolución es la mental, la de las ideas, los conceptos. Esos códigos con los que nos abrimos al mundo circundante para entenderlo y, llegado el caso, transformarlo. Lógicamente, como los dioses en las tragedias griegas, el sistema lo primero que hace para vencernos es tratar de confundirnos y hacer pasar por lógico su status caníbal descalificando al adversario con toda la potencia de fuego –fuego amigo siempre- que da el poder constituido y todos sus agentes, púlpitos y sicofantes. Pongan ustedes a esto los epítetos que deseen: utópicos, terroristas, subversivos, talibanes, etc., etc., etc.
Pero los hechos no mienten, están ahí, a la luz del día: sus maravillosos proyectos lo único que nos han dejado son salvajes y embrutecedoras realidades, distopías (un concepto que acuñó John Stuart Mill, intelectual nada sospechoso de extravagancia), en la línea de lo pronosticado como ciencia ficción – no había otra forma de expresarse ante el bloqueo del sistema - por muchos pensadores y “visionarios”: el 1984 de Orwell, Un mundo feliz de Huxley, Farenheit 451 de Bradbury, Utopía de Tomas Moro… cada siglo tuvo su cosecha de esperanza en un mundo mejor.
El decrecimiento, por ejemplo, teoría anti-acumulacionista de la economía, es la utopía del momento a batir por el statu quo (ergo Estado y Capital). Por eso lo atacan por tierra, mar y aire. Infantil, carente de base, inaplicable en las sociedades complejas, primitiva, etc., etc., etc., son los calificativos que le adjudican nuestros gurús de cabecera. Incluso – y esto es curioso- se le combate por parte de la izquierda nostálgica del intervencionismo, el productivismo y la planificación centralizada, que hoy se viste de neo-keynesianismo. Aunque, mirado en retrospectiva y sin querer sacar conclusiones de saga, de casta le viene al galgo. Estas críticas desde el propio bando –”fuego amigo”, a su manera- proceden de algunos herederos de aquellos que calificaron de socialismo utópico a la pionera Alternativa Libertaria. Olvidan que el propio Max Weber afirmó que “el hombre no hubiera logrado lo posible si no hubiera intentado una y otra vez lo imposible”.
Una característica común a todas estas distopías que hemos metabolizado como lo único racionalmente posible es la presencia como factótum del Estado, esa especie de ogro filantrópico –lo dijo el poeta mexicano Octavio Paz de PRI- inventado por el poder-dominación (ojo, no el poder-gestión, porque para vivir en sociedad se necesita organización) para controlarnos y someternos como argumentó Proudhon en su momento. El Estado tiene tan buena prensa, a diestra y siniestra, que aparece como el deseable e irremplazable cemento social. El Estado, “esa pesadilla sofocante”, según Marx. La “estatocracia” definida por Cornelius Castoriadis que engloba tanto al sistema de dominación de capitalismo de Estado como al de socialismo de Estado.
Existe un Dios Estado (Bakunin los emparejó). Se ha hecho un auténtico fetichismo del Estado. Igual que se ha hecho un fetiche de la mercancía y del dinero, trascendiendo su valor en sí. Pero hoy, por primera vez en mucho tiempo, ese mito se está cuarteando (tiene metástasis, padece una crisis sistémica), está deslegitimándose, y una sociedad liberada y autogestionada puede –si quiere- ocupar el lugar de este artefacto mitificado y momificado. Basta con denunciarle como agente eficiente del parasitismo. Y ligarlo a otra superstición igualmente ecocida y fraudulenta, la del mercado autorregulado.
Pero todo esto no sale gratis, exige compromiso. Precisa no sólo teoría y voluntad de cambio: hay que vivir la utopía. Requiere practicar en la vida diaria, individual y colectivamente, esos ideales que reivindicamos. Al margen de estructuras coactivas, estatales, supraestatales o paraestatales. Hay que tomar conciencia y actuar en consecuencia. Y luego decir “adiós a todo eso”, ahí te quedas.
Hay esperanza. No empezamos de cero. Ese mundo nuevo lo llevaban dentro y vivieron la utopía quienes nos precedieron en las colectividades o en la Comuna de París de 1871. O por no dejar todo en los legajos de la historia pasada, se refleja en la actualidad en los balbuceos revolucionarios que viven los pueblos de Túnez, Egipto e Islandia en sus democráticas, radicales y pacíficas revoluciones. Por no hablar del proceso abierto por los insurgentes del 15-M y su rebeldía centrifugada. Sueños, utopías, todos ellos basados en la autonomía social, el derecho a la autodeterminación y la libertad de elegir.
Y aquí radica otra de las claves de la Alternativa Libertaria: el necesario autodidactismo, no excluyente de otras formas de conocimiento y experimentación de la realidad. La mayéutica. En una palabra muy libertaria: la acción directa. La salmodia de la representación, que es el camino de la acción política reglada y convencional, si no incluye revocación, si se consolida como simple delegación, equivale a una suplantación de la personalidad (individual y colectiva), una usurpación que legitima la propia víctima.
Porque no es cierto que no haya alternativa como pretende el modelo neoliberal rampante. TINA (There is alternative), pontificó mentirosamente Margaret Thatcher. Su tramposa y fingida democracia no supone el “fin de la historia”, como la brutal realidad de la actual crisis se ha encargado de demostrar.
Pero, ojo a los cantos de sirena. No son todos los que están ni están todos los que son. La socialdemocracia nostálgica de “Algo Va Mal” a lo Tony Judt, también es cómplice. Sus dos referentes clásicos han sido piezas esenciales del drama, y por tanto están inhabilitados para la rectificación integral que se precisa. Cito, de un lado, a la socialdemocracia de la tercera vía, que es la de la Guerra de Irak y las armas de destrucción masiva. Y del otro, a la socialdemocracia, versión neoliberal Clinton-Zapatero, que representa la crisis de las subprime, la burbuja hipotecaria, las contrarreformas que piden los mercados, la pérdida de soberanía nacional, la “guerra legal” Libia y el desastre de Fukushima como episodio terminal del capitalismo nuclear. Las bajas que, en el terreno de la representación soberana, ha dejado esta política de pensamiento único antihumanista en el campo de batalla tienen nombre. Se llaman ocaso de la voluntad general y reificación de la opinión pública como eco de la opinión publicada.
Estamos en el reino de los grandes sucedáneos políticos. El original por la copia. Copia certificada, para hacerlo más cinematográfico. Se gobierna a golpe de encuestas y sondeos, demoscopia frente a democracia. Cuando les conviene, claro. Ahí quedan para la historia de la infamia esos referendos en Holanda y Francia sobre la Constitución Europea adversos al poder, y otras consultas no escuchadas contra la demolición “legal” del Estado de Bienestar.
Lo que pasa es que hasta ahora esas poderosas armas de manipulación masiva se han afirmado en una política pendular. Y salvo excepciones, al final se solía regresar siempre al punto de partida, al todo por la patria y al pragmatismo huero del más vale malo conocido.
Porque si la desigualdad material es inhibitoria, la que discrimina y clasifica a las personas entre líderes (o famosos) y gente normal (de la calle, los que crean riqueza con su trabajo, el pueblo llano) supone una mutación. Y ellos lo saben, porque encabezan elecciones con eslóganes golosina como “el presidente de la gente común”. El gran William Morris lo proclamó: “El deseo de crear cosas bellas es consustancial a todos los seres humanos y no sólo de una élite de artistas”. La Grecia de Pericles, con todas sus limitaciones, fue un precioso precedente. El trabajo como goce estético en una sociedad humanista.
Luchar contra esta mutación significa dar la espalda a sus manifestaciones más groseras y aislar socialmente a sus protagonistas. Por ejemplo, a esos “héroes” de los deportes que nos sonríen desde la publicidad de un banco-usurero para que sigamos picando el anzuelo: los Gasol, los Alonso, los Nadal, etc., etc., etc. Hay uno, en este caso veterano periodista, antiguo jefe de prensa de la Guardia de Franco, que nos incita para poner nuestro dinero en uno de los bancos que al parecer está técnicamente quebrado.
Esa laminación social, que denigra y empobrece la sociabilidad desde la infancia al introducir valores excluyentes en las mentes más inocentes, es un acto cierto de violencia institucional, de terrorismo de Estado. Ese “destacar” que tanto se ambiciona como meta social y que se promociona desde púlpitos y tribunas como desiderátum, tener éxito, triunfar, significa, en última instancia, ser un privilegiado, “dejar atrás a los demás”, “despreciarlos”, “ser superior”. En resumen, es una bárbara llamada a conformar una comunidad de mandos y mandados, de dominantes y dominados, de explotadores y explotados, de poseedores y desposeídos. Entraña en suma un proceso de “jibarización moral”.
No obstante su aparente fatalidad esta incuria supone un proceso que se puede encarar y superar. No es inevitable. No es una catástrofe natural. El artista Santiago Sierra es el flamante paradigma de esta gozosa ruptura al negarse a “destacar” y de paso legitimar al Estado cleptómano y criminal aceptando el Premio Nacional de Artes plásticas 2011.
No estamos inventando nada que no estuviera ya experimentado. Los griegos tenían una palabra para indicar el proceso que incuba la crisis: “hibrys”, que equivale a desmesura violenta de los poderosos. Por eso, lo contrario de la “hibrys”, el de-crecimiento, parece una actitud responsable para decir basta y se acabó. Una rectificación que debe dar respuesta a las necesidades más inmediatas siempre desde la perspectiva de “vivir la utopía”, que significa compartir frente a competir y decir “no” al elitismo, decir “no” a la privatización y a mercantilización del espacio público por el espacio publicitario.
Desde el punto de vista de la Alternativa Libertaria estamos hablando de aplicar un anarquismo sin fulanismos, abierto a todos los antiautoritarios. Alguien puede argumentar, no sin cierta razón, que los tiempos que corren no parecen los más propicios para estas aventuras. Pero la historia también ofrece muestras de lo contrario. Es posible hacer de la adversidad virtud. La revolución dentro de la guerra civil española es un ejemplo sin par. Hay que tener en cuenta que la democracia griega surge del discurso de Pericles en la derrota de la Segunda Guerra del Peloponeso. Si se recupera la auténtica política (polis), la que mana de la alfaguara popular, quiebra civilizatoria y oportunidad pueden abrazarse secuencialmente.
Eso lo intuyeron algunos sabios que nos precedieron, que con sus consejos dejaron pistas en dirección de la ruptura y de su posibilidad y oportunidad. El Gandhi de “vive como piensas si no quieres pensar como vives”. El Azaña que situó en el realismo el proyecto emancipatorio al advertir que “la libertad no hace felices a los hombres, sencillamente los hace hombres”. El Saramago ejemplificante de “para cambiar la vida hay que cambiar de vida” (Saramago). Y el gran Miguel Torga de "la única manera de ser libre ante el poder es tener la dignidad de no servirlo”. Porque, como afirma Tolstoi en las primera línea de su novela Ana Karenina, “todas las familias felices lo son de la misma manera, cada familia infeliz es infeliz a su modo”. No lo olvidemos. Nosotros estamos abajo, humillados y ofendidos.
Es preciso acabar con el fatalismo, el pesimismo vital y la macilenta resignación, y cargar las pilas de la autoestima en solidaridad con el prójimo. Sólo cuando el Estado declina, se agosta, aparecen los valores solidarios y humanistas. Ese es el verdadero miedo al vacío de poder que pregonan desde el statu quo. No nos quedamos desamparados. Todo lo contrario. El filósofo japonés Kojin Karatani lo ha analizado con infrecuente lucidez al socaire de la actualidad: “se cree comúnmente que cuando se disipa el orden surge un Estado hobbesiano de naturaleza en el que los humanos se comportan como lobos con otros humanos. Lo cierto es, sin embargo, que las mismas gentes que se miran con mutuo temor bajo un orden social creado por el Estado forman comunidades de ayuda mutua en medio del caos engendrado por el desastre, un tipo de orden que difiere visiblemente del que se abajo el Estado”. Perdamos el miedo a la libertad y descubriremos potencialidades que no podíamos ni imaginar.
La Alternativa Libertaria no es un no lugar. Está en la raíz del verdadero derecho, de-re-cho, lo recto, entendido como lo avanzó el filósofo del derecho Ihering cuando, en sendas formulaciones de principios, afirmó que “la ley suprema de la historia es la comunidad” y que “el derecho es un organismo objetivo de la libertad humana”. Hablar de Estado democrático es una contradicción en sus términos. No existe tal. Hay que elegir: o Estado o democracia. La verdadera democracia, ese espacio político que favorece la plena realización de la individualidad en la colectividad, sin coacciones ni violencias estructurales, es la Demo-Acracia, porque cuando todos gobiernan (democracia) nadie manda (anarquía).
(*) Este texto está basado en una charla-debate con el mismo título realizada en la Casa de Cultura de Vitoria una semana antes del 15-M. 
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