martes, 7 de junio de 2011

Indignados y democracia

Este es un extracto de una nota publicada en Kaos.net y escrita por Rolando Astaritanos deja datos para poder entender la injusticia y la desigualdad de oportunidades y poder de decisión consecuencia de las jerarquías dentro de la sociedad y la representación política alrededor del globo, generador del desinterés total en cuanto a la delegación del poder y representación en la toma de decisiones en la sociedad, por lo que se deja en manos de los "políticos" lo que acontece el entorno, resultando una sociedad alienada, ordenada y sumida a la opinión, acción y perspectiva ajena de los filósofos políticos en torres de marfil.

Nota:

[...]
¿Qué dice la experiencia?


También es necesario preguntarse si la solución a la desocupación, a los trabajos alienantes y mal pagados, y a la desigualdad social, pasa por obtener más democracia capitalista. ¿Puede afirmarse que si aumentan los espacios democráticos disminuirán los problemas que movilizan a los indignados? ¿Qué dice la experiencia?
El hecho es que en las últimas décadas hubo un aumento sostenido del número de regímenes democráticos. Según el Informe 2010 PNUD las democracias formales en 1970 comprendían menos de la tercera parte de los países del mundo; a mediados de la década de 1990 eran la mitad, y en 2008 las democracias capitalistas se habían instalado en las tres quintas partes de los países. También aumentaron los niveles de participación democrática, y las posibilidades de intervención. La participación femenina en la política pasó del 11% en 1975 al 19% en 2010. La caída del appartheid en Sudáfrica permitió el ascenso de la población negra a la representación política. En India las castas inferiores tienen más representación política. En países de América Latina -Bolivia en primer lugar- las poblaciones indígenas también gozan de mayor representación en el gobierno y otras instituciones del Estado. Asimismo hubo avances en el reconocimiento de los derechos de las minorías sexuales. En resumen,todo indica que existe hoy más participación democrática en los países capitalistas que hace tres o cuatro décadas, incluso si excluimos de la evaluación a los países que tenían regímenes stalinistas (y muchos analistas, incluidos no pocos de izquierda, consideraron que la caída del stalinismo abría mayores libertades democráticas). Pues bien, en tanto se ha producido esta evolución en el plano de los político,nada indica que hayan mejorado las variables sociales que están más estrechamente relacionadas con la acumulación capitalista, como desigualdad social, salarios, desocupación. Empecemos con la desigualdad. Actualmente, y también según PNUD 2010, hay más países con un coeficiente Gini más alto que en la década de 1980 (el coeficiente mide el grado de desigualdad). Por cada país donde la desigualdad del ingreso ha disminuido en los últimos 20 a 30 años, aumentó en más de dos países. La desigualdad del ingreso no solo aumentó en los territorios de la ex URSS y en Europa del Este, sino también en la mayoría de los países de Asia Oriental y el Pacífico, con respecto a algunas décadas atrás. Solo disminuyó en África Subsahariana desde fines de los 90, pero luego de haberse elevado en los 80; y desde 2003 en América Latina, aunque la región ostenta niveles de desigualdad extremadamente altos. El informe del PNUD apunta que si bien hay debate sobre si ha disminuido algo,  la conclusión unánime es que la desigualdad es muy alta. Más en perspectiva, según el informe del PNUD de 1996, entre 1960 y 1991 el 20% de las personas más ricas habían aumentado su participación en el ingreso mundial del 70% al 85%, en tanto que el 20% más pobre había bajado del 2,3% al 1,4%. En la década que siguió a ese informe, la situación no cambió. El informe de 2005 indicaba que los 2500 millones de habitantes más pobres del planeta recibían solo el 5% del ingreso mundial, en tanto el 54% iba al 10% más rico. Y agregaba que el 80% de la población mundial vivía en países en los que estaba aumentando la desigualdad, en tanto que solo el 4% vivía en países en los que estaba disminuyendo. Por otra parte, el informe University-Wider de las Naciones Unidas, de 2008, consignaba que más de la mitad de los activos de todo el mundo eran propiedad del 2% más rico, en tanto que al 50% más pobre de la población le correspondía la propiedad de menos del 1% de los activos. El 10% más rico tenía 3000 veces más riqueza acumulada que el 10% más pobre. En EEUU, paradigma de la democracia capitalista, las 1200 familias más ricas tienen ingresos anuales superiores a los de los 24 millones de personas más pobres. Entre 1973 y 2005 el 0,01% más rico aumentó sus ingresos reales un 250%, mientras que los ingresos del 90% más pobre se redujeron un11%.
En cuanto a los salarios, según PNUD 2010, la participación de los mismos en el ingreso bajó en 65 de un total de 110países en las últimas dos décadas. En EEUU e India las caídas han sido de hasta 5 puntos porcentuales entre 1990 y 2008. Estos descensos parecen coincidir con menor grado de sindicalización, y las aperturas comerciales y financieras. En lo que se refiere al trabajo, antes de la crisis de 2007-09 casi 1400 millones de personas tenían trabajo precario; y con la crisis llegaron a 1500 millones, algo más de la mitad de la población activa del planeta (datos OIT). También según la OIT y el PNUD, en 2008 unos 633 millones de trabajadores y sus familias vivían por debajo del umbral (arbitrario) de pobreza de 1,25 dólares diarios, y la crisis hizo que ese número aumentara en otros 64 millones. En cuanto a la desocupación, antes del estallido de la crisis había 178 millones de desocupados en el mundo; y la crisis elevó la cifra a 212 millones, a fines de 2009. A la luz de estos datos,  no parece haber fundamentos para sostener que la extensión de las democracias capitalistas haya revertido, en algún sentido profundo, los males que derivan del modo de producción capitalista. La precarización del trabajo, los bajos salarios, la polarización social y la desocupación se han mantenido  a pesar del aumento y extensión de las libertades y las democracias capitalistas.
Democracia y explotación capitalista
El examen de lo sucedido en las últimas décadas nos muestra entonces que la polarización social, la desigualdad, los salarios bajos, -que tienen sus bases en la explotación del trabajo asalariado- son perfectamente compatibles con la democracia formal capitalista. La democracia burguesa permite canalizar conflictos sociales y amortiguarlos, en la medida en que se genera la ilusión de que con el voto las cosas se pueden arreglar favorablemente para los explotados y oprimidos. En la medida en que el poder del capital -la propiedad privada de los medios de producción y de cambio- permanezca intacto, los formalismos democráticos pueden hacer bastante poco para alterar el curso fundamental de la dinámica del capital, y sus consecuencias. A la salida de la dictadura argentina, en 1983, el por entonces candidato a la presidencia, Raúl Alfonsín, acostumbraba repetir que con la democracia “se cura, se educa, se da trabajo”. En su visión, era suficiente con votar, restablecer el parlamento y las libertades formales, para que los problemas de las masas trabajadoras se solucionaran. La realidad fue que bajo su gobierno hubo un profundo deterioro de las condiciones de vida de la población, y se produjo una fuerte baja de los salarios, al calor de una crisis de proporciones pocas veces vista en el país. Esta experiencia se repite en muchos otros países de América Latina en los 80 y 90. ¿Por qué tiene que ser distinto en España, o en cualquier otro país, desarrollado, que esté sumido en la crisis? Por eso pienso que en la medida en que el movimiento de los indignados se quede en el reclamo de algunos mecanismos formales, que afectan al orden político, no es mucho lo que va a alterarse.
El problema de fondo es la base social de las democracias existentes. Esa base social está estructurada en torno a la relación capitalista, que recrea permanentemente la relación de explotación,  perpetuando por eso el trabajo asalariado en un polo, y la acumulación de riqueza y poder en el otro. La democracia capitalista no afecta esta base social. Por este motivo es un error pensar, como piensa una parte importante de la izquierda, que la democracia capitalista hoy es incompatible con el modo de producción capitalista. Según esta visión, la democracia capitalista solo habría sido viable en el siglo XIX, bajo el régimen de la libre competencia, pero no a partir del siglo XX, en la era de los monopolios. Por eso, sigue esta tesis, la democracia sería esencialmente contradictoria con el sistema capitalista, y una ampliación de las libertades formales llevaría a su colapso. Si esto fuera así, las demandas de los indignados -por ejemplo, ampliar la representación parlamentaria- podrían ser potencialmente subversivas del orden existente. Pero el hecho es que las libertades formales, y la democracia capitalista, hoy están  por lo menos  tan extendidas como en el siglo XIX (hace 100 años el sufragio universal o los derechos de las minorías sexuales, no estaban asentados en casi ningún país), y  esta situación ha sido perfectamente asimilada por el modo de producción capitalista. En tanto se mantenga la propiedad privada sobre los medios de producción, el sistema se reproduce, y las demandas de democracia formal pueden ser asimiladas por la clase dominante. Por esto también decimos que en una sociedad en la cual 1200 familias ganan más que 24 millones de personas, no hay democracia “real”, por más mecanismos de democracia formal que se quieran imaginar. Ya los teóricos del capitalismo en ascenso lo reconocían. Tocqueville señalaba que era la condición social la que influía decisivamente en la vida política de EEUU, y que lo fundamental de esa “condición social” era la igualdad. Por eso era consciente de que los cambios institucionales difícilmente podían modificar la estructura de la sociedad. Atilio Boron en Estado, Capitalismo y Democracia en América Latina  señala esta cuestión en Tocqueville (aunque el enfoque general de Boron sobre democracia y capitalismo es muy distinto del que defiendo en esta nota).
Esa vieja idea de los ideólogos de la burguesía en ascenso sigue siendo válida. Del poder económico del capital deriva el poder político del capital, y el poder político -incluido el que está organizado bajo la forma de la democracia- mantiene y refuerza el poder económico del capital.  No hay manera de modificar esta situación mediante la manipulación de los mecanismos políticos. La democracia capitalista habilita mejores condiciones para la expresión, la organización y el debate -a diferencia de los manifestantes de Siria, Libia o Yemen, los indignados de Madrid no arriesgan sus vidas por acampar en la Puerta del Sol- pero por sí mismas esas condiciones no modifican las relaciones sociales subyacentes. Los derechos a la discusión, al disenso y la crítica, así como a la representación política, son importantes, pero nunca se debería olvidar que se trata de derechos formales. Una persona que trabaja 12 horas por día para apenas sobrevivir y mantener a su familia; que está sometida a tareas monótonas y alienantes; que apenas tiene tiempo para reponer sus fuerzas al final de la jornada; que solo puede acceder a la información fragmentada y muchas veces distorsionada que le brindan los medios (privados o estatales, da lo mismo); y que es llamada a votar cada dos años, no dispone de los medios  reales  para  ejercer  las libertades que figuran  escritas  en las leyes. No es igual la libertad para opinar y disentir que goza este trabajador, que la que ejerce el gran empresario, que decide cuándo y dónde invertir, y cuándo contratar mano de obra; decisiones que a su vez condicionan la vida económica del propio Estado (entre otras cosas porque los impuestos son el producto del trabajo no pagado).
Nuestro argumento se puede formular todavía de la siguiente forma. El movimiento de los indignados se ha inspirado en la obra de Stéphane Hessel, quien colaboró en la redacción de la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Hombre, y llamó a alzarse contra la indiferencia. Sin embargo la redacción de la Carta de los Derechos del Hombre no ha impedido que esos derechos fueran sistemáticamente violados cada vez que el capital consideró que estaban amenazadas sus condiciones de existencia. Y esto no se ha modificado con la extensión de las democracias. En Perú, el gobierno de Fujimori cometió las peores atrocidades -miles de campesinos torturados y desaparecidos- en tanto continuaba rigiendo la democracia formal. Algo similar puede decirse hoy de Colombia. El informe 2010 del PNUD reconoce que la gravedad de las violaciones de los derechos humanos en el mundo  se ha mantenido prácticamente invariable durante los últimos 40 años, y que ha empeorado por las medidas tomadas en EEUU luego del 11 de septiembre de 2001. El problema no se resuelve entonces con mera indignación –aunque es importante indignarse- ni con solo reformas de procedimientos políticos. En última instancia, la Declaración de los Derechos Universales del Hombre hoy coexiste con el  ejercicio efectivo  de los “Derechos Universales del Capital”, que se despliegan por todo el planeta explotando a las mayorías, en beneficio del enriquecimiento sin límites de una minoría. En estas condiciones, las decisiones son tomadas no por los “mercados” en general, sino por los propietarios de los medios de producción y de cambio, que operan a una escala cada vez mayor.
Capitalismo y partidos pequeños
Nuestro punto también se puede argumentar examinando una de las principales reivindicaciones de los indignados en España, la ampliación de las posibilidades electorales y de representación parlamentaria de los partidos pequeños. En principio, se trata de una demanda democrática, que también es levantada en otros países. Por ejemplo, una de las razones para oponerse en Argentina a la reforma electoral del gobierno K es que busca sacar de las contiendas electorales a los partidos pequeños; tal vez el motivo más importante que me decidió a votar al Frente de Izquierda fue el deseo de oponerme a esta medida. Sin embargo existe una distancia muy grande entre defender un espacio democrático dentro del sistema capitalista, y el pensar que la defensa de ese espacio pueda modificar algo sustancial de la explotación capitalista. También en este terreno la experiencia enseña. En muchos países en las últimas décadas han surgido partidos alternativos a los mayoritarios, que no representaron algún avance con respecto a lo existente. En repetidas ocasiones “los nuevos” conformaron corrientes completamente reaccionarias. La Liga del Norte en Italia, el partido de Le Pen en Francia, el Tea Party en EEUU, para mencionar solo algunos de los más notorios, fueron y son  por lo menos tan reaccionarios y defensores del sistema como los grandes partidos a los que pretendían, o pretenden, oponerse. El hecho de que sus bases sociales estén constituidas por pequeños empresarios no los hace más “de izquierda”. Son defensores a ultranza de la propiedad privada del capital, abogan por políticas xenófobas, racistas y muchas veces también sexistas, y si cuestionan algunos aspectos del “sistema” es a fin de acentuar sus rasgos más reaccionarios. Lo cual demuestra, además, que las limitaciones de la democracia burguesa no provienen del dominio de “los monopolios”, de los “grandes grupos económicos” o de “los banqueros”, como pretende el discurso nacional-izquierdista,  sino son inherentes al modo de producción capitalista. La idea de que en la medida en que se abra el juego democrático a pequeños partidos se generarán alternativas progresistas -ya que no estarían dominadas por las grandes corporaciones- solo se puede sostener al precio de desconocer la realidad del sistema capitalista. Tanto el gran capital como el pequeño capital se rigen por la misma lógica. ¿Por qué tendría que cambiar la naturaleza del Estado porque accedan al gobierno, o al parlamento, los representantes políticos del pequeño o mediano propietario?
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